Escrito por: Fuáquiti
Por Edgar Smith
Doña Adud abrió los ojos. Sudaba. La noche estaba muda y esa vaina le ponía los pelos de punta. Había escuchado un grito y luego un golpe. No sabía ahora si lo había soñado. Se dejó envolver en el silencio como un pedazo de algo dañable, que se envuelve en plástico, apreta’o, y se guarda en la nevera.
Dio nueve vueltas en la cama. Se paró, refunfuñando, lenta, a orinar. Cuando pasó por el cuartito de Jimenita, echó un ojo. Dormía. La contempló por tres segundos. Se molestó al pensar que en aquellas condiciones lo probable es que esa inocencia se le fuera tan rápido como a la ‘mai’. Se le retorció el corazón.
Cuando salió del baño, notó que había una luz encendida en la casa de Atreum, la muchacha buenamosita que no hacía mucho se había mudado al lado suyo. Miró el reloj para confirmar que era de madrugada. Le pareció raro aquello. Esa muchacha era de lo más decentico que hacía mucho tiempo se veía en aquel barrio de mierda. De hecho, en más de una ocasión se la encontró en el mercado y se sorprendió pensando que le habría gustado tener una hija como ella.
Doña Adud, muy a pesar del mantra que en su cabeza le repetía “Deja de estar metiéndote en lo que no te importa”, se quedó mirando por la ventana. Pero después de unos minutos, no llegó a ver nada y decidió acostarse, a ver si recuperaba el sueño.
Ya había dado dos pasos cuando percibió un leve movimiento del otro lado del callejón, en la casa de la vecina. Volteó y lo vio al mismo tiempo. Le pareció increíble que aquella camioneta estuviera allí, a solo dos o tres metros de donde había estado mirando; parqueada justo al frente de la casa. Un hombre, no muy flaco, esperaba medio escondido entre las sombras.
De inmediato Doña Adud supo que algo no andaba bien. Pensó en llamar a la policía, pero se acordó que el teléfono seguía cortado y que la endiablada de su hija se llevaba el celularcito para la discoteca. Eran las dos y cuarto. Esa no viene por ahora, pensó.
Apagaron la luz. Miró a su alrededor, pensando que tal vez era que la luz se había ido, pero escuchó el zumbido del abanico en el cuarto de Jimenita. Esta vaina ta’ rara, pensó, algo nerviosa. Fue ahí que recordó el grito. El golpe. ¿Coño, y si algo le pasó a esa muchacha?
Recordó que en más de una ocasión la había visto hablando con un hombre mayor que ella, pero, contrario a lo que habría pensado de las otras leventes del barrio, había llegado a pensar que era un pariente, incluso, su papá.
Como quien llama al diablo, vio al señor salir de la casa. El otro hombre, el que había estado esperando, se apresuró a ayudarlo a cargar una vaina, como un saco lleno de…
Se llevó las manos a la boca, ahogando un grito. Le temblaron de súbito las piernas y el corazón quería reventársele entre los senos. Antes de que pudiera formular alguna idea, volvió a mirar por la ventana.
Lo último que vio fue un raro reflejo, como de una sombra mezclada con un breve aliento de luz, una fugacidad… Luego sintió un golpe que curiosamente no le dolió ni nada, solo medio la aturdió, y, sí, se cayó, pero pensó fugazmente que no debió ser muy fuerte porque apenas sí sentía un chorrito de sangre. Lo que le dio fue un sueño repentino, como quien está demasiado cansado para siquiera irse a la cama. Allí se quedó dormida sin tiempo mientras el hombre tiraba el machete adentro del saco donde se llevaban el cuerpo de la muchacha decente de al lado.