En un lindo y tranquilo gallinero, vivía un polluelo. Era amarillo, como todos los polluelos al nacer, pero este era especial, pues nació con la patita derecha más pequeña que la izquierda. Al tratar de apoyarse con ella, se caía. Para evitarlo, iba de un lugar a otro dando saltos, apoyándose en su pata buena.
//¡Pollito Cojo quiere jugar y su patita no sirve pa´ na!//
//¡Pollito Cojo quiere jugar y su patita no sirve pa´ na!//
Así le gritaban los demás cuando él quería unirse al juego. Entonces Pollo Cojo se alejaba del grupo arrastrando su pata y se protegía bajo las alas de Mamá Gallina.
—Los pequeños dicen que yo no puedo jugar —decía a punto de llorar.
—Claro que puedes, amor. Quizás te cueste un poco más de trabajo, pero puedes jugar —contestaba Mamá Gallina.
Preocupada, Mamá Gallina no durmió pensando cómo ayudar a su cría. Pero alrededor de la medianoche tuvo una idea fantástica. Abandonó muy temprano el nido y se fue al monte. Escarbó entre los arbustos hasta dar con una rama del mismo tamaño de la pata sana. Luego le dio forma de pata, regresó al hogar y se la entregó a su hijo.
Le recordó: «Tú puedes ser todo lo que quieras». Y esa misma mañana Pollo Cojo salió corriendo, apoyado en su pata de palo y pudo jugar con los demás.
—¡Cloc, cloc, cloc, cloc, ese es mi hijo! —cacareaba orgullosamente Mamá Gallina.
Mientras los polluelos jugaban en el gallinero, vieron pasar la primavera
, el verano y el otoño. Cuando llegó el invierno, la paz acostumbrada se vio amenazada. Los habitantes más sabios del corral se reunieron de emergencia y anunciaron que el perro huevero estaba merodeando los gallineros de la zona.
Entonces acordaron formar grupos para vigilar las veinticuatro horas del día y defender los huevos. De ser necesario, los más fuertes serían los responsables de luchar con el perro. Pollo Cojo fue de los primeros en decir presente, pero no lo aceptaron. Le explicaron que –por su condición especial– él no podría pelear, que era mejor que, cuando el perro huevero se presentara, él subiera al techo con las gallinas.
//¡Pollo Cojo quiere pelear y su pata no sirve pa´ na!//
//¡Pollo Cojo quiere pelear y su pata no sirve pa´ na!//
Así le gritaban los demás. Entonces, Pollo Cojo se marchó con el pico hacia abajo. Mamá Gallina, al verlo triste, trató de consolarlo.
—No hay razón para que te aflijas.
—Pero… yo también quiero defender el gallinero.
—Y puedes hacerlo. Recuerda que puedes hacer todo lo que quieras, solo tienes que esforzarte un poco más.
Pollo Cojo no durmió en toda la noche pensando en las palabras de su madre. Aún con el cansancio, al otro día se levantó bien temprano, desayunó todos sus granos y con la bendición de Mamá Gallina se fue a la sabana. Su plan era hacer ejercicios.
Primero corrió varios minutos apoyado en su pata de palo, luego ejercitó las alas e hizo varios intentos por impulsarse para volar, tal y como le veía hacer a los gallos más fornidos que se lanzaban sin miedo desde un árbol hacia el techo del gallinero o al revés. Pero era inútil: Pollo Cojo se iba de pico y terminaba amortiguando la caída con el pecho.
Lo intentó el lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábado. Y, claro, lo intentó el domingo. Lo intentó los siete días de la semana, pero sin lograrlo. Con todo y perseverar sin alcanzar lo que soñaba, Pollo Cojo no se dio por vencido. Se repetía: «Yo puedo, solo tengo que esforzarme un poco más».
En la segunda semana Pollo Cojo notó que el buche lleno de granos le pesaba. Comprendió que el sobrepeso del buche le dificultaba alzar el vuelo, por lo que decidió ir a entrenar más temprano sin comer nada, así –pensaba– se sentiría más ágil y liviano. Nadie iba con él, pero ni la soledad ni el temor a no lograrlo le hicieron perder la esperanza.
En vez de desanimarse, entrenó intensamente las cuatro semanas del mes. Entrenó tanto, que –pasado el tiempo– se convirtió en el gallo más grande y fuerte del gallinero. La pata buena se llenó de músculos, las uñas eran fuertes garras y aleteaba con tanta rapidez que Pollo Cojo sentía que ahora sus alas les permitían volar como a un águila. Se había convertido en gallo.
Sin embargo, ni los entrenamientos de Pollo Cojo ni el miedo y los rezos del resto del gallinero, pudieron evitar que una mañana apareciera por allí el perro huevero. Olfateaba como si estuviera imaginando alguna tortilla de doce huevos y, mientras el olor le guiaba hacia donde nuevos polluelos esperaban su nacimiento, el perro mantenía la cola tensa y la ruta firme.
Las gallinas, sin embargo, hicieron lo que suelen hacer todas las madres: se adelantaron instruyendo a los polluelos crecidos para trepar al techo del gallinero. Los demás también hicieron lo que fue acordado en las reuniones previas. Algunos pollos cubrieron los huevos para que no echaran de menos el calorcito de su mamá, ocupadas ahora salvando otras vidas.
Mientras tanto, los pollos y gallos asignados para pelear luchaban con el perro para evitar que entrara al gallinero y se comiera los huevos, pero el perro era más fuerte y los derribaba. A algunos con un golpe de cabeza. A otros con solo mostrarles unos colmillos que amenazaban partirles el cuello en dos. El perro huevero sabía lo eficiente que es el gruñido cuando otros tienen miedo.
Ya estaba el perro casi en la puerta del gallinero, cuadrándose para entrar de un solo salto, cuando apareció Pollo Cojo. Desde una rama de árbol se lanzó con tal precisión que clavó las garras y espuelas en el cuello del perro. El aullido de dolor avisó a los demás quién empezaba a ganar esta pelea.
Pollo Cojo no se conformó con ese golpe. Al contrario, con la pata de palo que le servía de apoyo, le golpeaba la cabeza una y otra vez. Así continuó haciéndole retroceder, hasta sacar al perro huevero de los límites de la granja. El intruso se fue con el rabo entre las patas, para nunca más regresar.
—¡Cloc, cloc, cloc, cloc ese es mi hijo! —exclamó Mamá Gallina orgullosa, que miraba desde lo alto del gallinero. Debajo, los pollos y gallos cantaban:
//¡Pollo Cojo pudo pelear y perro huevero no va a regresar//
//¡Pollo Cojo pudo pelear y perro huevero no va a regresar//.