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Negrita, la guachimana

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Antes de acostarse, a Negrita le gustaba dar la última ronda. Chepe, su amigo de guardia, era demasiado hablador. Él la mantenía en vela sin mucho esfuerzo.

 

Así eran todas las mañanas. Bla, bla, bla… Eran ya las seis de la mañana y todavía no terminaba el cuento de cómo llegó a ser guachimán.

 

Claro, ella se lo sabía de memoria, pero a él poco le importaba. Siempre le añadía un poquito más a la versión anterior. Aun así, Negrita lo quería a montones.

 
Fue Chepe el que aquel día la invitó a quedarse como celadora.

En principio, ella –como toda vagabunda– no estaba muy confiada en la intención real de aquel bondadoso señor uniformado de azul. Pero, poco a poco, fue conociéndolo mejor a él y a los otros guardianes: Manolo, Yimi, Rafa y Ángel.

Negrita era una perrita viralata que merodeaba por la torre de estacionamiento de la Corporación. Sus ojos eran negros como azabache y su cuerpo estaba cubierto de manchas negras. Tenía una pancita simpática donde iba todo lo que se comía virando botes de basura en la calle, hasta que un día Chepe dijo a sus demás amigos guachimanes:

—Mira, esa perrita negrita, tiene días viniendo por aquí. Vamos a quedárnosla. Parece mansa.

 

Empezó a llamarla «Negrita» ese mismo día, cuando le puso en una vasija un poco de su desayuno: mangú de yautía blanca con salami frito encebollado que con cariño le había preparado Rosa, su mujer. A Negrita le encantó y quería más. Entonces, los otros le dieron un chin de cada uno de sus desayunos.

 

Pasaron los días, las semanas, los meses y ya cumpliría un año junto a su nueva familia. Quería celebrarlo de algún modo, pero no sabía cómo porque todos eran tan diferentes.

 

Sabemos que Chepe hablaba hasta por los codos. Manolo era el fortachón que se la pasaba levantando pesas para estar como roca. Yimi, el juglar, siempre componía canciones y las tarareaba a todos, mañana tras mañana. Estaba Rafa, el farolero, al acecho de la primera sombra que veía en algunos de los ocho pisos que se turnaban a recorrer infinitamente. Y Ángel, el escritor: no había momento libre que tuviera, que no sacara su cuadernito donde llevaba escrito todos sus cuentos y relatos que un día iba a publicar.

 

En eso estaba Negrita esa mañana. Mientras Chepe le daba a la lengua, requete habla y habla, ella se la estaba ingeniando para ver cómo agradecería a estos guardianes que eran sus compinches.  Porque no crean que todo era hacer de centinela. No, ellos aprovechaban las largas noches y mientras un par hacía la ronda, el resto se la pasaba jugando Monopolio, a ver quién se haría millonario más rápido.

 

Cuando ya estaba armando todo en su cabecita, escuchó un ruido en el sótano. Se le pararon los pelos, el rabo y las orejas. Salió corriendo hacia allá, ladrando como loca. Chepe iba tras ella, tratando de alcanzarla. Los demás se le unieron. Unos llegaron más rápido que otros, pero al momento de llegar no vieron nada.

 

—¿Qué raro? —dijo Manolo, mientras jadeaba por el corre-corre. Pero Negrita sabía que algo no andaba bien por ahí. Empezó a ladrar más fuerte.

 

—¡Te apuesto que todo fue una falsa alarma de esta perra que se cree guardia! —dijo Rafa, como siempre, incrédulo de todo.

 

Negrita que entendía todo lo que ellos decían, lo miró de forma desafiante. A Rafa solo le quedó decirle que no lo tomara así.

—More no seas tan ñoña. Vamos a ver qué ocurre por aquí —dijo. Rafa no había terminado la frase cuando vieron unos pies que salían de la puerta entreabierta que daba a la escalera de emergencia. Se pusieron en guardia, sacaron sus armas y fueron acercándose poco a poco.

La persona tirada en el piso respiraba como si le faltara el aire. Era un muchacho como de veinte años. Había entrado el día anterior al estacionamiento junto a otros obreros que estaban pintando las paredes desde hacía unas semanas.

 

Pasada la tensión del primer momento, le preguntaron cómo había llegado allí y por qué estaba en esas condiciones. A lo que él les respondió que había entrado por error a la bóveda ubicada en el subterráneo, pero que le dio un yeyo cuando empezó a contar los billetes que no iba a robarse porque según él «eso es mucho dinero para contar». Explicó que se quedó paralizado, y fue cuando le dio un ataque de ansiedad, pues vio que no tenía cómo llevárselo todo.

 

Negrita miró a los demás guardias y estos entendieron qué decía ella con la mirada y sus ladridos.

 

—¡Este es el ladrón más tonto que he conocido! —ladró la perrita, mientras bajaba la guardia.

 

Ángel y Chepe esposaron al hombre y lo llevaron al piso de arriba donde lo esperaba la Policía. Mientras Rafa, Yimi y Manolo permanecieron en el sótano para asegurarse de que no había nadie más por allí.

 

Esa tarde, cuando regresaron a su turno de trabajo, todos los estaban esperando para felicitarlos, incluyendo a Negrita, ya que esa tarde también había aparecido en los titulares de los diarios. Eran famosos por haber arrestado a un aprendiz de ladrón, quien, para su poca fortuna, sufría de ataques de pánico, por lo que la pena sería menor.

 

El gerente de la Corporación estaba entre ese grupo de compañeros. Llamó a cada uno por su nombre completo. José Vásquez, Manuel Pagán, Jean Eusebio, Rafael Abreu, Ángel Espaillat y Negrita.

 

A todos se les impuso una medalla de reconocimiento por su valerosa hazaña. A Negrita le colocaron un collar con su nombre en una plaquita que decía: «Negrita, la guachimana».

 

A Negrita le asustaba esto porque no estaba acostumbrada a tanta bulla. El gerente los llamó Los Súperguachimanes de la Corporación. Y, desde ese día, les llamaron Los Súperguachimanes.

 

Negrita pronto se dio cuenta de que todos los días 21 de junio serían, no solo el día de Los Súperguachimanes, sino también el que celebraría haberse encontrado con Chepe, Manolo, Yimi, Rafa y Ángel: sus súperamigos.