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Marcelino y el framboyán

Escrito por: Luis Reynaldo Pérez

Esa mañana mientras caminaba por el bosque, Marcelino escuchó un ruido leve que lo inquietó. Era como si alguien estuviera llorando. Miraba a su alrededor pero no veía a nadie. Siguió caminando y al llegar a un pequeño claro descubrió de dónde venía el ruido: un pequeño framboyán lloraba de una manera tan triste que sus lágrimas estaban haciendo un pequeño charco a su alrededor.

Marcelino se acercó a él.

— ¿Por qué lloras hermano árbol? ¿Qué entristece la luz de tus días?

El árbol, secándose las lágrimas, le hizo señas a Marcelino para que se acercara y tomándolo con sus ramas lo levantó y lo colocó en lo más alto de su follaje.

—¿Ves esa polvareda que espanta a los animalillos?, —preguntó el framboyán, con su voz aún flechada por el llanto.   —Ese es el ataque de un animal feroz que quiere conquistar este bosque para destruirlo como ha hecho con el lugar donde habita hace siglos.

Marcelino vio una estela de polvo levantándose hacia el cielo. Lo único que habían visto sus pequeños ojos parecido a eso era la nube blanca que llenaba la cocina de la pequeña cabaña en que vivía cuando su madre hacía los ricos pasteles de mora que eran la delicia de toda la aldea.

Marcelino era un gnomo de barba de algodón que vivía en las verdes montañas que se veían al norte de ese bosque por el que pasaba cada mañana a recoger las hierbas que usaba para sus brebajes.

Ahora, su mirada se inundaba de lágrimas viendo el avance de aquella polvareda y los árboles asesinados regados en el bosque. Sentía un dolor clavado en lo más profundo. Esos árboles eran sus hermanos y tenía que hacer algo para que no siguieran devastando el bosque. Se quedó callado por un instante y luego se iluminó su rostro y susurró algo al oído del framboyán.  Este asintió y comenzó a caminar hacia el interior de la arboleda.

Al llegar a un cruce de caminos en el que se encuentra un gigantesco y antiguo roble, Marcelino desciende de las ramas del pequeño framboyán y, de pie frente al árbol, pronuncia palabras en un extraño idioma. Un pequeño temblor, que se va haciendo más grande, llena el bosque. El pequeño framboyán ve cómo el viejo roble comienza a desenterrar sus raíces y a mover su verde cabellera que llena el cielo de pajarillos. Marcelino, arrodillándose y quitando de su cabeza el gorro rojo típico de los gnomos, habla de manera ceremoniosa:

¡Oh, Gran Espíritu del Bosque, padre de todos los árboles, venimos a ti a pedir tu ayuda para defender a nuestros hermanos árboles, tus hijos, del ataque despiadado del hombre que con su avaricia destruye nuestras tierras.

El viejo árbol habló con una voz en la que parece que viven todos los truenos y que hizo que fueran despertando todos los árboles del gran bosque:

¡Yo, Zigweld, Gran Espíritu del Bosque, convoco a cada árbol, a cada pájaro, a cada animal, a cada insecto de este bosque a que acuda a mi llamado. Este es el tiempo en que nos toca defender nuestro hábitat del animal poderoso del que hablaban nuestros ancestros y que hoy viene a destruirnos con sus grandes fieras de metal! ¡Únanse todos y que la fortaleza de los ancestros esté con nosotros!

En ese momento, se escucha un rumor de alas, de ramas, de silbidos: desde todos los puntos del bosque venían árboles, aves, animales…

Marcelino les habla a todos. Les cuenta lo que pasa. El Gran Árbol, llama a un consejo de guerra y comienza a dar instrucciones:

—¡Las águilas comandarán el escuadrón aéreo!; ¡Los jaguares serán la avanzada por tierra!; ¡Yo comandaré al ejército de árboles ancestrales! Rodearemos el bosque y luego de cruzar el río atacaremos por retaguardia; los demás animales y árboles serán comandados por Marcelino y el pequeño framboyán.

Todos corrieron a prepararse, dispuestos a defender el bosque que han habitado por los siglos de los siglos. A lo lejos, los hombres que cortaban a los hermanos árboles escuchan unos truenos y ven cómo se levanta un torbellino de polvo.