En la escuela, niñas y niños estaban preocupados por él. Lo miraban de reojo intercambiando cejas alzadas y gestos de contraseñas. Al principio los profesores fingían no saberlo, esperando que el problema se resolviera solo, pero con el tiempo no hubo forma de ignorar los cambios bruscos de un corazón sin risa.
Desde hacía tiempo, el niño más alegre de la clase, andaba huraño e indiferente sin que nadie supiera por qué. Él, que leía un libro gordo en dos días; él, que dibujaba nubes con habilidad difícil de igualar; él, que todo lo hacía siempre sonriendo, ahora se quedaba durante todo el recreo sin hablar con nadie. Ni siquiera emitía su famoso pitido llamando a los gorriones. Aislado, en un rincón, permanecía impasible.
El muchacho había perdido su sonrisa y ni siquiera se dio cuenta, pero todos lo notaron a su alrededor. Por eso, al cabo de unos días, empezaron a buscarla por aquí, por allí, por delante, detrás, por arriba, por los lados, por allá, por acullá…
—Y ahora, Profe, ¿adónde se busca una sonrisa?— preguntaron a coro sin dejar de revisar, algunos, las mochilas, otras, los portalápices.
—¿Será en el mismo escondite donde se oculta la alegría? —respondió con otra pregunta el maestro, mientras miraba pensativo por todos los rincones del aula.
Ajeno a todo, el niño y su lápiz, que también estaba serio dejándose abrazar por la mano izquierda, terminaron de dibujar la nube. Esta vez, tenía forma de chichigua capuchino. Finalmente, la mano del muchacho zurdo hizo girar el instrumento como si fuera un reguilete y, rizando el aire con él, regresó a su curso desganado.
En el aula, los compañeros hacían ruido y se movían como en un cumpleaños con payasos, pero –desde que vieron al muchacho con su lápiz– se quedaron muy serios. El niño y su lápiz se acomodaron en silencio en un pupitre apartado. Solo una niña de pelo largo y divertido se atrevió a hablarle.
—¿Dibujaste otra?
—Tres —contestó, y le pasó las hojas con figuras de nubes ingeniosas. Solo a esa niña le había confiado su afán por dibujar nubes.
—¿Por qué haces tantas? —le preguntó alguna vez a la salida de la escuela. El muchacho levantó los ojos al cielo. A él le pareció ver una mano diciendo hola, pero a ella solo le pareció que iba a llover.
—Aunque la Tierra no cesa de moverse y la brisa no para nunca a nuestro alrededor, las nubes se mantienen quietas para mí.
—¿Quietas para ti?
—Sí. Las nubes son mis amigas y posan para mí. Para complacerme forman osos, jirafas, armarios, elefantes…
—¿Las nubes esperan quietas a que las dibujes? —los rizos del cabello de la niña tomaron la forma de un signo de interrogación.
El recuerdo de esta conversación se interrumpió cuando la voz del director de la escuela sobresaltó en el aula.
—Profesor Pinales, vine a felicitarle por el progreso de su clase. ¡Recuerde motivarlos para el concurso de literatura, estoy seguro que de aquí sale un ganador!
—Gracias, señor director. Sería un gran honor que así fuera —concluyó el maestro al despedirlo.
De inmediato posó su mirada preocupada en el pequeño dibujante de nubes. Era el lector más audaz de su curso y ya se sabe que quien mucho lee, casi siempre, bien escribe. No había composición suya que no sacara un 100, pero desde que dejó de sonreír, el muchacho lucía apático y desmotivado. Pronto, un grito lo sacó de sus pensamientos.
—¡Aaaaaaayyyy! ¡Un ratón, un ratón! —gritó la niña de pelo largo. Todo el mundo se alborotó, menos la curiosidad del niño de la sonrisa perdida. Él se levantó lentamente y, como si lo llamaran, avanzó su paso siguiendo al ratón. El pequeño roedor, temblando de miedo, trepó por las patas del escritorio del profesor y se coló por una rendija dentro de la gaveta.
Por allí miró el muchacho, apoyándose en su mano derecha. Con la mano izquierda en la frente intentaba mirar dentro del hueco de la nueva ratonera, pero estaba oscuro y fue preciso adaptar las pupilas pestañeando varias veces. Con su mano izquierda, la que de verdad tenía conectada al corazón, intentaba mirar mejor. Las bocas abiertas de niñas y niños no dejaban pasar palabras de asombro, horror o miedo. De repente, ¡el muchacho metió la mano y todos los ojos del aula se miraron asustados!
Advirtiendo el peligro (de que el estudiante alcanzara una enfermedad o una mordida en vez de a un ratón), el profesor se acercó para tirarle del brazo. Pero su iniciativa llegó demasiado tarde al hueco. El niño metió su mano izquierda hasta el fondo, sin embargo, en vez de un ratón lo que apareció entre sus dedos fue un libro azul, un libro pequeñito que a pesar de lucir muy maltratado, también lucía el color de un afecto especial.
Era el libro que meses antes había acompañado al alumno a todas partes. Por éste, cambió completamente. Nadie reparó en su ausencia porque desconocían la relación entre niño y libro, hasta que…
—¡Ja, ja, ja! —subió hasta las nubes amigas la risa ronquita del muchacho que pasaba las páginas del libro por ante sus ojos con verdadero gozo.
En las caras de sus compañeros de curso, primero se inmovilizó la sorpresa, pero después empezaron a brincar como si hubieran declarado la semana de vacaciones. ¡El niño rió de nuevo! ¡Se había recuperado la sonrisa! Rápidamente había huido la indiferencia, la preocupación y el mal humor.
El profesor contuvo su emoción al advertir que su alumno había sido atrapado por la magia de la lectura. Al perder su libro, la apatía, el aburrimiento, le lastimaron; perdió interés en las cosas. No se daba cuenta de que frase tras frase, concepto tras concepto, la lectura nos regala la comprensión del lenguaje a través de la imaginación y la fantasía.
Gracias a la reaparición de su libro, retornó la sonrisa, esa que ahora lucía el pequeño de oreja a oreja, compartiéndola con sus compañeritos, con su lápiz feliz y con sus amigas las nubes, que lentamente giraron en el cielo.