Un día Mangú amaneció insatisfecho y gruñón.
-¡Nunca llego a mi destino por cuenta únicamente mía! ¡Qué barbaridad es tener siempre que reclutar a otros, en una absurda cita colectiva! Renuncio a trabajar para los demás.
El contrariado Mangú hacía su majado discurso ante una sartén de ruedas de cebollas que, sin darse por aludidas, en todo momento mantuvieron un fuerte silencio de olor penetrante.
Sin tregua en busca de público para su queja, de inmediato Mangú fijó su argumento en un hermoso queso, al tris de ser dividido en lascas para freír. El queso, de serena naturaleza, dejó en blanco toda posibilidad de discusión.
Muy malhumorado, Mangú a seguidas apeló al salami y también a la longaniza, quienes quedaron desconcertados. Ellos nunca antes habían sospechado su triste inclinación a la soledad.
Entonces el aguacate amigo perplejo miró a Mangú y, como si le examinara, le preguntó:
-¿Has perdido, Mangú, tu sano juicio? ¡La vida es para compartirla!, con parca verde firmeza el aguacate sentenció.
Fue cuando de un mediano canasto de huevos se oyó un coro ovalado de varias voces que agregó:
-Querido compañero Mangú, para los huevos fritos, revueltos y hervidos es un deleite ser parte de tu éxito. No te ofusques. Tú eres tú pero entre todos somos sabrosamente más y mejores. Unidos transformamos el menú de la familia en un evento gastronómico. Sin nosotros, no serías lo mismo, Mangú. ¡De alejarnos, a muchísimos dejaríamos de hacer felices!
Ante afirmación tan en punto, él sintió que se sofocaba y que su arsenal de fuerzas perdía. Yo le calmé con un chorrito de aceite de oliva, que sazonó de contento su alma.
A partir de ese instante, como si fuera agua caliente, la queja de Mangú se evaporó para siempre».