Escrito por: Raúl Pérez
El síndrome se armario repercute en sus latidos de origen intangible y sentimental con betas nostálgicas.
De ahí la tendencia a guardar fotos impresas de la niñez, las escuelas y otros puntos de encuentros colectivos.
El “baúl de los recuerdos” yace en una habitación de documentos muy personales, cuidados como lo son, las fotos.
Si se pagaran intereses por guardar recuerdos, mucha gente viviría de esos intereses: desde la infancia hasta que se firma con los Cachorros o con los Carmelitas.
Pocas cosas perduran tanto en los seres humanos como los momentos dramáticos en que se estuvo “a punto de perder la vida”. Por ejemplo, ser blanco directo de un tiroteo o de un intercambio de disparos en que se cruzan “balas perdidas” disparadas desde distintos ángulos”.
Por igual, un choque de vehículos en que muere, por ejemplo, alguien que viajaba con otras personas, salvándose aquellos que viajaban pegados a ambas puertas.
En otras palabras, el susto de verse ‘a un tris de la muerte’, hace que ese momento jamás se olvide.
En la relación madre –hijo se “guardan infinitos momentos”, siempre recordados.
Los hijos guardan consejos, “pelas”, ternura, caricias y miradas de sus madres.
Viceversa, las madres se guardan durante décadas, incluso luego del fallecimiento, momentos de felicidad o tristeza de sus hijos, tras sufrir un accidente o mantener “condiciones” heredadas.
En los adultos es frecuente que se guarden los momentos íntimos de aquella noche de “feliz unión matrimonial”. En regiones rurales se mantiene, no tan frecuente como antes, la práctica en que los jóvenes se “llevaban” sus novias, cosa que nunca olvidarían.
Igual, en poblados en que una serenata terminaba cuando el novio y sus músicos debían salir huyendo ante un sorpresivo rociado de orines, mientras escuchaba menos piropos.