Escrito por: Mary Collins de Colado
Lenguaje gráfico: Gabriel Nuñez
Cuando la gatita Mima pasea por los jardines, salta alegre entre los arbustos, se estira sobre la grama verde, se entretiene contemplando las mariposas blancas y amarillas que pululan entre las flores. De vez en cuando intenta cazar una que otra sabandija.
Una mañana, como tantas otras en que Mima retozaba por el jardín, alcanzó a ver una lagartija traviesa, de esas que se deslizan ligeras entre las piedras.
Mima se le quedó mirando fijamente, silenciosa, no movía ni un solo pelo de su cuerpo. Parecía que ni respiraba. La lagartija corría de un lado para otro sin advertir que era observada.
Mima se dejó caer suavemente sobre sus cuatro patitas. Se quedó como pegada al suelo; solo la punta de su rabo revelaba que no era la estatua de una gata; solo la punta de su rabo estaba viva, y se movía lenta y pausadamente.
El aire soplaba a intervalos con suaves ráfagas, movía los arbustos y le rizaban los pelos del lomo a la atenta gata.
La lagartija iba y venía, embestía aquí y allá, cazando insectos o mordisqueando las hojitas tiernas de las plantas.
Por un instante se acercó distraídamente al lugar donde se encontraba Mima, serena e impasible, al acecho, con los ojos muy abiertos y relucientes como medallones de bronce recién pulidos.
Se levantó sigilosamente y se puso en alerta, dispuesta a saltar, pero la lagartija parece que la olió y salió corriendo en estampida, yendo a refugiarse en un frondoso flamboyán poblado de largas y flexibles ramas, que danzaban bajo el cielo despejado de una mañana fresca y luminosa.
Mima, con agilidad felina, persiguió a su eventual presa.
De un salto se encaramó por el robusto tronco del árbol donde había ido a refugiarse el pequeño reptil que, a su vez, asustado, se dirigió a toda prisa hacia el cogollito del árbol.
Mima, entusiasmada, la persiguió. Usaba sus afiladas uñas para colgarse entre el tupido follaje, pero las ramas, cada vez más delgadas y flexibles, cedieron con el peso de la gata y se curvaron corriendo el riesgo de quebrarse.
Mima se sobresaltó, miró hacia abajo, y observó que se encontraba demasiado lejos del suelo. En su entusiasmada carrera de persecución, no se dio cuenta de que había subido tan alto y decidió volver sobre sus pasos, pero la rama donde se encontraba encaramada no le permitía moverse demasiado.
¿Y si hacía un esfuerzo y saltaba hacia las ramas más bajas y fuertes? Solo de pensarlo se le erizaba la cola de puro miedo, entonces se aferró con todas sus fuerzas, buscando en torno suyo un lugar más seguro, pero todas las demás ramas a su alrededor, eran largas y delgadas por igual y el viento las balanceaba restándoles estabilidad.
El sol atravesó la bóveda del cielo sobre las copas de los árboles como un gran balón de fuego. Mima lo sintió sobre su lomo, lento y ardiente. Maulló durante largas horas sin obtener una respuesta de auxilio.
Al anochecer, empezaron a llegar en desbandada las garzas blancas que dormían en aquel frondoso árbol.
—Miau, miau, miau —maullaba Mima, ya casi sin aliento. No había comido ni bebido durante todo el día y le faltaban fuerzas. Ya ni recordaba lo que había ido a buscar a tan peligroso lugar.
Las garzas poblaron casi la totalidad de las ramas del gigantesco flamboyán, medio soñolientas como estaban, apenas notaron la presencia de Mima.
Al final, las garzas que se posaron más próximo al lugar donde se encontraba Mima, repararon en ella. Estaba agazapada y silenciosa, no emitía ni un leve quejido. Después de maullar durante todo el día, ya solo le salía un débil murmullo de sus resecas fauces.
Las garzas, al darse cuenta de la presencia de un felino en sus dominios, se alarmaron y batieron las alas como para avisar a las demás que había peligro, pero al observar más de cerca, vieron a una Mima acurrucada, acobardada e indefensa, y tuvieron pena de ella.
Conmovidas y solidarias, todas las garzas por igual, se dispusieron a socorrerla. Lo primero que hicieron fue lanzar un graznido de aviso anunciando la presencia de una gata en dificultades en las ramas altas y frágiles del flamboyán.
Convinieron en que debían ayudarla por cuanto la gata no sabía volar como ellas, porque no disponía de alas.
Se pusieron de acuerdo y fueron colocándose como un gran racimo, colgado en el extremo de la rama donde se encontraba Mima. Cientos de garzas se apretujaron de tal manera, que con su peso, la punta de la larga y flexible rama, casi llegó al suelo. Mima comprendió la operación de rescate que, silenciosamente, emprendieron las aves en su favor.
Entonces aprovechó el momento y saltó a tierra cayendo de pies, como siempre caen los gatos.
Cayó junto al tronco del gran flamboyán. Las garzas salieron volando hacia sus respectivos lugares de descanso. Mima se estiró, larga y lentamente, primero con las patas delanteras y, después, con las traseras.
Se echó allí mismo, y se dispuso a asearse con esmero, primero con una patita y, después, con la otra; abrió grande sus fauces en un prolongado bostezo, cerró los ojos y se quedó quieta con las patas delanteras cuidadosamente recogidas debajo del pecho, como si meditara.
Luego abrió los ojos y miró hacia arriba, hacia las ramas altas del árbol, donde había pasado tanto miedo. Ahora estaban repletas de garzas blancas. Mima echó un maullido largo y sostenido. No sabemos si daba las gracias a las garzas por su valiosa ayuda o, por el contrario, les confesaba que tenía un apetito atroz.
De todas formas, sabemos que Mima es una gata agradecida y que las garzas blancas son aves muy generosas y solidarias.