Ni Donald Trump ni Ligia Amada Melo son un chiste. Solo ponen en evidencia las muy viejas creencias de la «supremacía blanca», aquella forma de ver la vida (no solo el pelo) desde una plataforma
de poder que fue sembrada en la cabecita de la gente desde hace tanto, que hasta la gente afrodescendiente «olvidó» cómo funciona el mecanismo de hacerte sentir avergonzada por ser como eres o por cómo te ves.
La esclavitud no siempre fue negra. Pero fue la esclavitud africana la que contribuyó a nuestra identidad actual, identidad compartida con los indígenas y con los españoles. O con los árabes y los chinos. Porque en República Dominicana (a Dios las gracias) no hay raza pura. ¡Y eso no nos hace menos! ¡Eso nos hace más! ¿Por qué los dominicanos no sabemos todavía que somos negros? Porque el poder económico estuvo siempre a manos de los blancos y estos se ocuparon de educarnos para que vivamos oprimidos y avergonzados por ser quiénes somos.
Donald Trump habla de los inmigrantes, pero todos los estadounidenses son descendientes de inmigrantes (los nativos también salieron de África). De hecho, todos los seres humanos salimos de África y estamos emparentados según nuestro mapa genético.
Pero todavía la comunidad afrodescendiente de los Estados Unidos está siendo víctima de discriminación, un tipo de menosprecio que limita a un ser humano –y a toda su descendencia– a vivir oprimida y al margen de todo lo que merece como un ser humano digno, sin importar si es mujer o es hombre, sin importar su edad, sin importar si perdió facultades o si tiene dinero o no.
Es necesario erradicar de la cultura el odio racial y la discriminación porque atenta contra la dignidad personal y porque le quita las oportunidades a las personas que lo merecen. Si un suceso como este pasa bajo el amparo de un Estado que haga respetar a sus ciudadanos, este funcionario público (Ligia Amada Melo, por ejemplo) debe dimitir de un puesto para el que NOSOTROS le pagamos. Doña Ligia está allí cumpliendo un trabajo. Y se le paga con nuestro dinero. Administra nuestras becas. No son SUS BECAS. Son NUESTRAS BECAS.
Cuando doña Ligia, de quien siempre se dice que es una funcionaria seria y gente cercana infundió en mí un sentimiento de respeto hacia ella, explica que no la recibió por racismo, sino que no andaba con las ‘condiciones formales adecuadas’ para una «una persona interesada en realizar una maestría en el extranjero» está DISCRIMINÁNDOLA por cómo la politóloga Fátima González lucía.
La discriminación funciona así: su conjunto de creencias está por encima del conjunto de creencias de la otra persona. No sé cómo «lucía» Fátima, pero –por ejemplo–, lo más normal es que en un país caribeño la gente ande con blusa de tiritos y sandalias pues el calor es insufrible; pero acá se nos prohíbe entrar a una o cina pública sin andar vestida con mangas y «apropiadamente». ¿Qué le importa a nadie si yo quiero
usar mi pelo rizado o lo quiero planchar? ¿Qué le importa a nadie si andaba con una camisa estrujada por haber andado todo el día dando ‘bandazos’ en una guagua pública? Eso no me hace mejor o peor persona, no disminuye mis facultades. Lo que sí hace a una peor persona, es discriminar a otra porque su conjunto de creencias sean diferentes. He tenido oportunidad de estudiar fuera de este país y no he visto que NADIE ponga en duda tus capacidades por andar «sin pinta».
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