POR: Luis Reynaldo Pérez
En los últimos diez años los avances tecnológicos han permitido que el ser humano esté cada vez más intercomunicado, pero no significa esto que estemos mejor o más comunicados, en el sentido más tradicional del término. Y es cierto, estamos más comunicados en el sentido práctico al tener por medio de servicios y aplicaciones tecnológicas formas para contactarnos con personas que están en otros lugares o para acceder a informaciones casi imposibles de tener de forma tradicional.
Sin embargo, este es el momento de la historia en que menos comunicados estamos. Si hacemos un ejercicio de memoria a cuando no existían los teléfonos inteligentes ni las redes sociales nos percataremos de eso. Solo recordar las amistades (y hasta las historias de amor) que comenzaron en una fila, en los asientos de una guagua pública o en el apretuje diario de un carrito de concho.
Para percatarse de esto solo hay que subir a un vagón del Metro de Santo Domingo para ver cómo la gran mayoría de pasajeros, sin importar edad, sexo, nivel educativo o estatus social, está ‘jorobado’, ensimismado en su aparato electrónico. No solo se ve entre pasajeros de transporte público, también los conductores tienen esta mala maña. Y ahí si es fuerte el asunto ya que utilizar teléfonos o aparatos electrónicos conduciendo un vehículo pone en riesgo la vida propia y la ajena.
La peor manifestación de este fenómeno de enfriamiento de las relaciones interpersonales se ve en territorios íntimos que eran vistos como sagrados. Ya no es extraño ver gente haciendo selfies o posteando en medio de cenas familiares, bodas y hasta velorios. La gente, sin ganas de generalizar, ya no disfruta una película, un concierto o una salida con amigos porque está más ocupada en mostrar cuanto está disfrutando ese momento.
Y sigue avanzando la vida frente a nuestros ojos mientras seguimos pegados a una pantalla, y así, ponemos ladrillos sobre esa pared invisible que nos hemos ido construyendo para aislarnos en nuestra propia (ir)realidad.