POR: Cosme Peña
Meteorología había anunciado un día soleado, sin embargo, llovía a cántaros, atardecía temprano, las nubes furiosas descargaban su ira contra el verde autobús que aguardaba la orden de salida. Tenía diez minutos para cargar los pasajeros, subían empapados estudiantes, empleados de la calle El Conde. Los vendedores ambulantes indomables por la severidad del tiempo continuaban ofertando sus frutas y chucherías.
Al frente el parque Independencia, arrabalizado, lugar del Altar de la patria, residencia donde descansan los restos mortales de los padres de la patria. Sube rauda, su pelo mojado, desparrama la cristalina lluvia a su derredor. Se acomoda, como todo un caballero, cede espacio. El frío de la prima noche junto a las ráfagas de lluvia tempestuosas arreciaban con violencia los laterales del autobús. El asiento se hacía pequeño, intercambiaron sonrisas, Alex se llamaba, ella lleva por nombre el de una flor, hablaron trivialidades, las permitidas por la juventud. Dos tórtolos, risueños, sus esfuerzos aunados apenas darían para construir un nido. Cuarenta y cinco minutos bastaron para quedarse prendados. Ella atravesaba una crisis sentimental, él navegaba por una existencial, ambas dificultades se liquidarían entre risas y miradas cómplices.
Los días pasaron y con ellos el nacimiento de una amistad, de una relación que se solidificaría y sellaría. Vinieron varias llamadas telefónicas, acordaron verse en el mismo lugar, en esta oportunidad iba mejor ataviada, unos labios perfectamente pintados, un maquillaje con precisión milimétrica. Y una felicidad emergente. El Conde, vitrina perfecta para exhibir su pródigo amor. Los cafés, galerías de arte, y vendedores ambulantes fueron sus testigos. Rebosantes de palabras tiernas y graciosas anécdotas. Sus tardes jamás fueron iguales, sus vidas jamás fueron iguales. Se subieron al verde autobús, una y otra vez. Una y otra vez. Los mismos verdes autobuses que fueron sobrestimados. ¡Quién les diría a esta pareja que no se encuentra la felicidad en una OMSA!