POR: Cosme Peña
Era rechoncha, afable, gigantesca en amor y humildad, carecía de títulos seculares de los que dan una formación académica, mas sin embargo era una mujer sabia y virtuosa. De buen conversar. Entendió desde niña que Jesús es el camino que lleva al Padre. Tenía 96 años, y a esa edad realizaba por sí misma sus labores básicas, cocinaba, lavaba; cuando se le cuestionaba por qué iba sola a la iglesia corregía -Sola no, voy con Cristo.
Cuando éramos niños nos llevaba de la mano a las lecciones bíblicas de la iglesia, de ella recibimos las primeras enseñanzas de la Palabra Eterna. Se afirmaría que era la matrona espiritual de este grupo de niños y niñas inquietos y revoltosos, que solo un alma henchida del amor divino podía soportar. Además, era nuestra casera, vivíamos alquilados en una de sus piezas (parte atrás), por lo que cuando el anafe y los calderos estaban en sus recurrentes huelgas, ella era la primera en auxiliarnos. El almuerzo y ese morirsoñando con pan de agua y mantequilla barrita de la cena nunca nos faltaron, fruto de la caridad de esta alma noble.
A pesar del peligro del barrio, tuvimos una infancia feliz, crecimos entre carteristas, riñas, ‘lenguaemimes’, trúcamelos, juegos de póker, camán ahí, bajo el amparo de la matrona del patio. Crecimos; cada quien tomó su camino, algunos abandonamos el barrio. Mi vínculo siguió siendo la matrona. Solo que ahora con los años su diminuta estatura se acentuó, y su cabellera se fue tornando blanca y pura como su alma.
Me propuse llevarle cada veinticuatro su nochebuena, no porque la necesitara, o me la haya pedido, lo hacía por agradecimiento, uno de los tantos valores que sembró en nosotros. Hasta que se tornó en una feliz tradición. Era bendecido por su sonrisa, por sus palabras sabias, y de aliento, a su lado repasaba mi infancia, me ponía al tanto del barrio. Su memoria era enciclopédica, atiborrada de la Palabra de Dios y copiosa en anécdotas e historias. Solo en una ocasión la vi sollozar, fue en la funeraria, en el velorio de uno de sus hijos biológicos. Tampoco sumida en la desesperación como aquellos que no tienen esperanza.
Cierto diciembre tuve que viajar a los Estados Unidos, tenía apartada su nochebuena, la visitaría de camino al aeropuerto. El tiempo, cruel tirano, me jugó una mala pasada; si me desviaba existía la posibilidad de perder el avión, con tristeza tuve que continuar directo al AILA, guardé su nochebuena para el retorno, a sabiendas que nos extrañaríamos; pesada carga la del deber incumplido con la matrona del patio.
En enero, en el país, lo primero que hice fue llevarle su nochebuena. Su hija con pasible rostro desviaba la mirada, le pregunté ¿y la doña? Antes de que respondiera, presagiando que algo andaba mal, me excusé por no haber ido el veinticuatro. Asombrada me dijo – ¿usted no se enteró? Yo me lo imaginaba, ya que no lo vi, Soraida falleció- en mis manos quedó la ofrenda de amor. No estaba enferma, en diciembre hizo un quebranto corto, partió en paz, en su cama, en medio de himnos y cánticos espirituales entonados por las hermanas de la iglesia.
Una calle, auditorio, barrio o ciudad nunca llevarán su nombre, ni se le hará un busto, tampoco eso anhelaba ni la llenaba, vivió como la mayoría de los siervos de Cristo, para su honra y su gloria, con lo necesario, sin accesorios, su galardón está en la eternidad. A partir de entonces en su honor una familia necesitada recibe esta nochebuena, sin cámaras, sin aspavientos, cumpliendo la palabra de que ‘’no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha’’ (Mateo 6:3) así lo hubiese querido. La nochebuena de doña Soraida. Sí, ¡su nochebuena!
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