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Del sueño a la pesadilla (No. 81)

POR:

«Mi muy querido señor Molina:», así inicié siempre mis cartas, dirigidas al Dr. Rafael Molina Morillo, a quien conocí hace 17 años, cuando participaba en el programa de intercambio estudiantil «Work and Travel», y me tocó trabajar en un canal de televisión educativa en Nueva York. Entonces, por allá, tuve un sueño con el Dr. Molina, a quien solo conocía por los famosos «Buenos días» que nos daba cada mañana.

 

A pesar del miedo, me armé de valor y le escribí a su correo electrónico. En mi carta le expliqué, paso a paso, cómo había sido su entierro. Sí, usted ha leído bien: su entierro. Pues la noche anterior soñé que había muerto y que el país, de luto, se había lanzado a despedirlo. Le conté cómo lucía y cómo esta admiradora lloró amargamente, mientras la viuda del sueño me miraba, sospechando innecesariamente. Terminada la carta, y a punto de arrepentirme, pulsé el send. Luego me convencí de que el Dr. Molina iba a pensar que la había escrito una demente. Ya sabía que la espontaneidad tiene mala reputación.

 

Mi sorpresa fue enorme cuando encontré su respuesta en mi buzón. Rió a mares, me contó. Los ja ja ja ja llovían en la carta, y yo sentí alivio, porque temía haberlo ofendido con mi sueño macabro y, encima, narrado con humor. Nos seguimos escribiendo desde entonces. Incluso, a mi regreso, fui a conocerlo personalmente a su oficina. Cuando su secretaria me anunció, el director salió a buscarme casi corriendo. Pero no me vio, pues la señora que buscaba no estaba allí. En cambio, estaba yo, una chiquilla de 25 años con una carita de 18, tímida, que apenas pudo susurrar: «señor Molina, soy yo».

 

La suerte que casi cincuenta años de diferencia, no impidieron que siguiéramos una amistad por carta en la que le contaba todas mis rutas de vida, desde mi casamiento, hasta mi divorcio. Mis reflexiones de madre novata y de profesional pino nuevo. A lo largo de los años, me ofreció consejos y me convenció de que debía escribir una columna en un periódico. Así empecé a escribir en El Día, no me acuerdo si en el 2006. Y cuando le consulté para ser directora de este medio semanal, me animó a hacerlo, pese a mi timidez para la vida pública.

 

Ahora, desde el domingo, se me ha ido un ángel. Un gran amigo, de esos que son un puerto seguro. La última vez que lo vi en su despacho, salió a recibirme lentamente. Caminaba despacio. Caminaba apenas. Y ahora él y yo tenemos una cita: el amargo momento de verlo en esa cajita de piedra preciosa de donde quisiera sacarlo con un abrazo. Si antes de conocerle lloré amargamente su partida, ¿con qué dificultad escribo estas líneas? Nunca me he llevado bien con la muerte. Cuando no se cuenta con una filosofía práctica para la vida, las separaciones de este tipo son miserables.

 

En Fuáquiti nos unimos al dolor amargo por el fallecimiento del Dr. Molina. Nos unimos al dolor en el convencimiento de que –con su legado– no debemos hablar de una pérdida. Sus reflexiones y su ejemplo de trabajo constante y ético, están presentes en cada frase que escribiera. Y podremos siempre volver a beber de esa fuente.

 

Ahora bien, en lo personal, incapacitada para echar al aire versos propios, le dedico a mi amigo la última estrofa de la composición «Elegía», cantada por Serrat, de la autoría del poeta Miguel Hernández: A las aladas almas de las rosas/Del almendro de nata te requiero/Que tenemos que hablar de muchas cosas/Compañero del alma, compañero.